Los
tres limpian la oficina donde trabajo. Son muy particulares, cada uno a su
manera.
Una
de ellas, sin conocerme bien, se ha atrevido y me saluda con un beso todos los
días.
Yendo
más allá de lo simple, yo pienso que le traigo una alegría diaria a su mundo
complicado. De todo lo que le toca vivir, ella ve su momento de sosiego y de
satisfacción cuando me da ese beso. Algunos colegas me critican por aceptarle
el exceso de confianza, pero yo insisto en negarme a quitarle el que quizás es
el único momento bonito que tiene todos los días. No sería capaz de hacerlo.
El
hombre del grupo es un tipo muy extraño de proceder. Limpia empecinadamente, al
punto de asustar a la gente cuando pasa barriendo, pues da la impresión de que
se va a llevar los pies de uno pegados en la escoba. Es alto, muy alto y su
cara de circunspección y de pocos amigos intimida a muchos, pero no a mí. Lo
saludo y le pregunto cómo está, a lo cual responde como una letanía: “Gracias a
mi Dios bien”. Ya es famoso en la oficina por eso, y algunos empleados ya
comienzan a responder el saludo de la misma manera. Se puso de moda ese “Gracias
a mi Dios bien”.
La
tercera en discordia es una joven de carácter adusto. De muy poco hablar y
mirada triste. He tratado de romper el hielo con ella sin mucho éxito, a
diferencia de la otra, cuyo beso tengo garantizado día a día.
“Gracias
a mi Dios bien” fue transferido la semana pasada a otra oficina y en su lugar
llegó otro hombre. Un gordito bastante callado y taciturno.
Cuando veo a la que
no me da el beso la saludo y cuando me responde su escueto “Bien, ¿y usted?”
aprovecho de soltarle el famoso “Gracias a mi Dios bien”. Ella se ríe de la
gracia mía, y son las primeras risas que logro conquistar de ella. Un avance.
Ayer, por primera vez me habló un poco más, para decirme que no había dormido
nada en la noche anterior, pues estaba atendiendo a su hermana mayor, quien
sufre de un cáncer en estado de metástasis. Quedé de piedra. Me dijo que era
muy joven, 40 años, pero el cáncer fue diagnosticado tarde y ahora muy poco se
puede hacer por ella. Esa era la causa de su carácter adusto, de su mirada
triste y el poco hablar que la caracteriza. La procesión, como siempre, iba por
dentro.
Cuando
logras romper el hielo y tratar a las personas con un poco más de profundidad,
logras llegar a su mundo interior, y en este estado te explicas muchas de las
cosas que ya habías notado cuando no existía ese trato. A veces duele enterarse
de algunas, como la de la joven de la limpieza y su hermana con metástasis. Es
una dura lucha la que libra, es bastante el dolor que soportan tanto ella como
su familia mientras que el mundo sigue girando como si nada estuviese
sucediendo.
Pienso
que el juglar Ruben Blades es quien mejor ha descrito la escena, en su canción “Amor
y control”:
“Saliendo del hospital,
después de ver a mi mamá
luchando contra un cáncer que no se
puede curar,
vi pasar a una familia;
al frente iba un señor de edad,
una doña, dos muchachas,
y varias personas más...
de la mano del señor,
un hombre joven caminaba,
cabizbajo
y diciendo arrepentido:
que él era la causa de una discusión
familiar,
de la que nos enteramos
al oir al señor gritar:
aunque tu seas un ladrón
y aunque no tienes razón,
yo tengo la obligación de socorrerte,
y por más drogas que uses
y por más que nos abuses,
la familia y yo tenemos que atenderte.
oooh, oooh”.