Sunday, September 20, 2015

Diez años

Una década. Se dice pronto. Ocurren muchas cosas en diez años. Se lee muchísimo, Y se escribe también.

Esta bitácora mantiene la llama de la comunicación encendida permanentemente. La frecuencia de las visitas ha variado. Pero hay gente que sigue allí, a pesar del tiempo y la distancia.

Recuerdo claramente cuando hubo el boom de los blogs. 2006. Muchísima gente escribiendo y compartiendo. Reuniones donde pude ver a algunos en 3D. Emocionante la experiencia. Mucho soñador queriendo ser escritor. Mucha fantasía. Y de repente se fue la burbuja. Migró hacia otras plataformas que en apariencia garantizaban mayor exposición. Y adiós al sueño de escribir. Ahora quedamos menos que antes del boom. Eso pienso. Y los que quedamos escribimos menos. La crisis ha dejado su huella aquí también.

Mientras la llama permanezca encendida. Mientras las ganas de escribir estén rondando. Mientras exista la necesidad de dejar plasmadas las ideas. Mientras todo eso ocurra seguiremos comunicando. Seguiremos compartiendo.


La vida está llena de momentos que merecen ser compartidos. Experiencias que merecen ser contadas. Y esa es la esencia de este blog. Espero nunca aburrirme de venir a estampar las huellas. Amo escribir aquí. Es mi pasión. Un abrazo.
*Imagen: www.todossomosuno.com.mx

Saturday, September 05, 2015

Con Bienvenido a la escuela, 1970


Estoy viajando en la línea del tiempo y de repente me veo, atrás muy atrás, en otro lugar. Fue cuando comencé a ir a la escuela, en Puerto Ordaz, y debía transitar por una larga vereda de varias cuadras antes de llegar a ella, o a mi casa desde ella.

En ese entonces la ciudad era muy segura y mamá me enseñó a ir y venir solo del colegio. Con las advertencias de rigor, yo iba y venía a diario sin ninguna perturbación. Nunca la tuve. Ni por asomo.

Poco tiempo después se me unió un compañero. Se llamaba Bienvenido. Vivía a cuadra y media del colegio –yo vivía a seis–. Estaba conmigo en el salón de primer grado. Casi no hablábamos en clase pero siempre nos veníamos juntos, y cuando yo iba a clases, al pasar por su casa lo llamaba y de allí seguíamos juntos.

Todo el año hicimos o deshicimos el trayecto. Y así, como sin querer, nos hicimos amigos.

Cuando terminó el año escolar y ya estábamos de vacaciones mamá nos informó que volveríamos a Caracas. Decisión repentina de mis padres. Y sin consultar. Yo amaba Puerto Ordaz. La casa donde vivíamos. El patio. La cuadra. Los vecinos. El columpio en el árbol del patio. Y encontrarme con Bienvenido camino a clases. No podría avisarle que la historia llegaba a su fin. Nunca pude.

Cuando llegamos a Caracas, vivíamos en una pensión –que así se conocía una casa de vecindad donde mamá pagaba una renta mensual para que nos permitieran dormir en un cuarto con varias camas– que no me gustaba para nada. No habían más niños, salvo mis propios hermanos. Me inscribieron –tarde– en una nueva escuela donde no conocía a nadie. Fue difícil. En los recesos estaba solo. Me sentía solo. Y no hacía más que recordar mi camino a la escuela en Puerto Ordaz y las conversaciones breves y sustanciosas con Bienvenido.

El era muy pulcro. Siempre estaba impecable. Usaba guardapolvo, que era una especie de bata blanca que cubría el uniforme para que no se ensuciara. Y que yo no tenía por dos razones: una, porque mamá no podía comprarlo, y dos, porque la escuela dijo que era opcional. Cuando yo lo veía me parecía que yo llevaba la mitad del uniforme. Que iba la mitad de impecable que él. La mitad de presentable. Era él un tipo muy sencillo que nunca me miró con desdén por no llevar el guardapolvo. Y me regaló su compañía y muy buenas conversaciones.


A veces eres feliz con muy poco. Y no lo sabes hasta que lo pierdes.

*Imagen: Vista aérea de Puerto Ordaz, Bolívar, Venezuela.