Sunday, August 17, 2014

Con los peces en el mar...


Hay conductas que se apoderan de nosotros de una forma muy sutil, a veces tanto que no nos damos cuenta cuando ya son habituales en nosotros.

Vivo en una ciudad que se considera violenta por el alto número de crímenes que ocurren a sus ciudadanos. Para nadie es un secreto ya la violencia de Caracas. Y los que en ella vivimos hemos tenido que aprender a protegernos. Poco a poco vamos heredando conductas destinadas a evitar caer en trampas, a estar alertas, a desconfiar de todo y de todos. 

De esa conducta nos apropiamos a tal punto que podemos fácilmente pasar por paranoicos cuando nos encontramos en un ambiente geográfico donde no exista o sea raro encontrar ese estado de violencia.

Cuando estamos de vacaciones en una playa de otro lugar, lejos de Venezuela, es cuando nos damos cuenta de lo que sufrimos y que pasa desapercibido mientras estamos sumergidos en el ambiente cotidiano.

Al principio no nos atrevemos a dejar las cosas solas en un sitio por temor a ser robados mientras estemos alejados del sitio donde las dejamos. No nos ayuda ni siquiera el hecho de que otros, a nuestro lado, lo hagan, dejen allí sus cosas sin temor alguno y mentalmente los tildamos de descuidados. Hasta que nos vamos dando cuenta que somos nosotros los del problema, y empezamos a experimentar un cambio, aunque sea de manera temporal.

La mente descansa mucho cuando no tememos al prójimo, cuando no esperamos un asalto en cualquier esquina. No sabemos cuánto hasta que lo vivimos.

Al estar en el agua, nadando en el ancho mar, vemos peces que se nos acercan. La anécdota es curiosa porque debido a que son pequeños los primeros peces que se aproximan (muchacho no ve el peligro decían las abuelas), los vemos como algo curioso pero insignificante, hasta que empiezan a acercarse los más grandes, del tamaño de los que vemos en la pescadería. Si al principio es curioso verlos nadar tan cercanos, pronto obra sobre nosotros la desconfianza y empezamos a apartarlos por temor a que nos piquen. Ellos insisten porque no tienen malicia y en nosotros comienzan a aparecer imágenes donde somos picados en masa o devorados por los peces sin que nadie pueda llegar a socorrernos.

Es terrible saber que allí, donde nos acostumbramos a dejar solas las pertenencias al no existir el peligro de robo, no terminan nuestros temores a ser agredidos, a que los demás, sea cual sea su naturaleza, actúen de mala fe. Duele saber que el miedo sigue estando allí.

Luego no queda otra opción que dejarlos hacer, dejar que se acerquen y compartan con nosotros. Y nos percatamos que, aún los grandes, lo que quieren es jugar, tocarnos con su cuerpo, atreverse con lo desconocido (porque los invasores en el agua somos nosotros y no ellos).

Nadan con nosotros, aquí y allá, nos rodean y nos miran, nos olfatean, nos tocan, nos rozan con sus escamas frías, sobre todo en las piernas y en el abdomen, como los bebés cuando se encuentran ante un objeto o situación novedosa.

Y esa parte es hermosa, tanto por lo que se siente al contacto y a la vista, como por el simple hecho de saber que nadie vino a agredirnos sino a compartir la vida. Y la mente descansa. Y es muy sabroso lo que se siente; el descanso y la relajación que percibimos.

De vez en cuando flota un pensamiento que nos vuelve a atemorizar: si estos peces tan grandes han podido llegar aquí y nadar tan cerca, ¿porqué no podría hacerlo un tiburón hambriento? La opción de volver nadando con vértigo a la orilla es nuestra.

Yo elegí quedarme a vivir el momento, ese silencio alterado apenas por las olas o el salto alegre de algún pez travieso fuera del agua, o de mi brazo al rozar la superficie. La paz que transmiten los peces es indescriptible. La confianza mutua, cuando se alcanza, es una manifestación maravillosa de la armonía del Universo, y aunque nos sea dada en pequeños sorbos, la disfrutamos al límite.


Al volver a la orilla, seguían allí nuestras cosas, y había una sensación de relax que no puede describirse fácilmente.

*Imagen: www.fondosya.com